Con frecuencia hablaba al niño viejo. Sin embargo su segunda cara permanecía congelada en el camión de los helados.
El niño viejo lo dudaba, el bosque con las copas de sus árboles en llamas de donde se bebía la absenta le pedía que lo hiciera. Que tiñera de azul su vida para que resbalase con la compañía que deseaba desde el cristal por el que veía la lluvia ácida.
El niño viejo lo dudaba, la camilla putrefacta le pedía que lo hiciera. Que sus utensilios urticantes y afilados fueran usados ahí mismo, no sin saber cómo no haberlo hecho.
Antes de 1440, la camilla putrefacta se sienta en los estómagos de los infantes para ver su agonía hasta la muerte. Pero se toma un descanso.
El niño viejo imaginaba una tarta de limón a la que le faltaba un trozo, no podía determinar cuanto. El niño viejo era el niño que llevaba dentro.
Todos dentro del irregular recinto de paredes elásticas. ¿Pero funciona esto? Dale al botón rojo. No, podría suceder.