A todo aquello le faltaba algo. Estaba sentado en su silla, en su escritorio, con un folio intacto y un bolígrafo roído, que cogía con su mano entumecida por el frío. Miró el cachivache que marcaba la hora y hacia las veces de termómetro y pisapapeles, marcaba 12º C, sin embargo, y aunque tenía un calefactor cerca, no veía el motivo por el cual debía conseguir una temperatura más agradable.
Se sentó bien en la silla y otra vez quedó paralizado mirando el papel en blanco, intentó pensar que debía escribirle, en vano, pues, todo lo que se le ocurría parecían no ser muy buenas ideas en el fondo, lo que le llevó a divagar, consultó varios libros que tenia delante buscando la inspiración que necesitaba y la información sobre que debía escribir. Nada, aquello que buscaba no estaba en ningún lugar físico de su escritorio.
Volvió al mundo de su mente, que ese día parecía ir de una confusión a otra, y no sacaba más de dos frases coherentes juntas. Le embargaba una sensación extraña sobre sus percepciones: la realidad que percibía se desvanecía, mientras que todo aquello que imaginaba parecía tener más fuerza de lo que pasaba y muchas veces, para desgracia, había comprobado que los sucesos que ocurrían en la realidad eran insustanciales y que no provocaban lo mismo en él que cuando las imaginaba. Le habían pasado muchas cosas, que, según él pensaba, otros habrían recordado por ser momentos supuestamente especiales, pero a él se le olvidaban fácilmente o las evocaba como lo hacía con el resto de sucesos que no tendrían importancia para los demás.
Miró el reloj, habían pasado dos horas. Tenía que hacer los deberes, pero los libros pesaban más que de costumbre. Muy a su pesar, acabó haciéndolos, aunque estaba convencido de que esos ejercicios no le habían ayudado mucho a saber más cosas. Su madre entró a husmear para ver que hacía y dijo ciertas cosas que oyó pero no escuchó, estaba ya acostumbrado a aquellas intromisiones, dijo que se largara de forma automática y luego fue a cerrarle la puerta en las narices. Intentó dormir sin pensar demasiado, era ya medianoche.
Se despertó por el sonido del despertador, un sonido que le hacía temer de verdad, le sacudía todo el cuerpo y le intranquilizaba. Encendió la luz torpemente afectado por este sonido y por el shock que le causaba la realidad. Sabía lo que iba a hacer, no sabía por qué lo hacia. Pausó el despertador para que sonara cinco minutos más tarde, y la secuencia se repitió dos veces más. Como todos los días.
Buscó su ropa, la encontró en el mismo lugar que siempre, se cambió y se arregló, y salió a la calle, con la misma exactitud que todos los días. Luego, sucedería exactamente lo mismo que todos los días, siguiendo una secuencia infinita que no se acabaría nunca en su vida. Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo, lunes, martes miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo, lunes, martes miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo, lunes, martes miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo. Los meses, los trimestres, los periodos vacacionales, los años, los lustros, las décadas, los siglos, los milenios. Seguramente su despertador seguiría sonando por mucho tiempo que pasara.
¿Era de utilidad su vida? Conocía una forma de poder dormir sin que despertador alguno volviera a molestarlo, de ser eterno, no pocas veces había considerado esa opción, viendo el paso de los días y que nada cambiaba ni había indicios de que fuera a cambiar. ¿A qué esperaba? Sabía que no le atrapaba, se había probado que podía salir del bucle de la vida que le dieron cuando quisiera, a riesgo de parecer un loco, de modo que eso no era un problema ni el motivo de su espera.
No lo sabía. Suspiró. El sol ya se ponía, pronto iría a dormir, el despertador volvería a sonar.
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