HeroG


Con frecuencia hablaba al niño viejo. Sin embargo su segunda cara permanecía congelada en el camión de los helados.

El niño viejo lo dudaba, el bosque con las copas de sus árboles en llamas de donde se bebía la absenta le pedía que lo hiciera. Que tiñera de azul su vida para que resbalase con la compañía que deseaba desde el cristal por el que veía la lluvia ácida.

El niño viejo lo dudaba, la camilla putrefacta le pedía que lo hiciera. Que sus utensilios urticantes y afilados fueran usados ahí mismo, no sin saber cómo no haberlo hecho.

El niño viejo pensaba que quería jugar, probablemente estaba senil y al rato lo olvidaba. Su helado de suciedad de esquina se poblaba de brócoli verde, se derretía, se derretía y despedía un hedor de metal supurante, encerrado en una habitación con lámpara halógena que envejecía las manisas de los bordes rotos y desgastados de las paredes. Su helado era el alma de la fiesta de esa habitación, el 6º S del Hotel. Se superponía y se atravesaba con el otro hotel en el que se filmaba un reality show casposo, descafeinado y con aliento de tabaco, tabaco que amarillea, separa y desgasta los dientes, asfalta las vías respiratorias y produce cáncer.

Antes de 1440, la camilla putrefacta se sienta en los estómagos de los infantes para ver su agonía hasta la muerte. Pero se toma un descanso.

La primera cara estaba desvestida, reía, lloraba o cantaba, según quería, o a veces no, de forma susceptible, la otra cara. Esta, en caso de ser descongelada por una compañía sería como las fauces del lobo azul oscuro.

El niño viejo imaginaba una tarta de limón a la que le faltaba un trozo, no podía determinar cuanto. El niño viejo era el niño que llevaba dentro.

Todos dentro del irregular recinto de paredes elásticas. ¿Pero funciona esto? Dale al botón rojo. No, podría suceder.